Si nuestra sociedad desea
preservar su identidad en la etapa universalista que se avecina, deberá
conformar y consolidar una arraigada cultura nacional. Resulta sumamente
compleja la explicitación de la características que tal cultura debe atesorar;
es evidente que no basta proclamar la necesidad de algo para que sea
inteligible y realizable. Mucho se ha dicho sobre la cultura nacional, pero
poco se ha especificado sobre su contenido.
Está claro que cuando se
plantea la posibilidad de una cultura propia surge de inmediato la forzosa
referencia a fuentes culturales anteriores. Ya he desestimado la posibilidad de
que la ideología y los valores culturales de las grandes potencias puedan
constituir un abrevadero fértil para nuestra patria.
En la gestación histórica del
hombre argentino confluyen distintas raíces, la europea por un lado, y los
diferentes grupos étnicos americanos, por el otro. Esto es trivial por lo
evidente, pero no son tan claras sus consecuencias.
Creo haberme referido con la
suficiente extensión a la indudable especificidad del hombre argentino, que no
consiste en una síntesis opaca sino en una nítida identidad, que resulta de su
peculiar situación histórica y su adherencia al destino de su tierra. ¿Sucede
lo mismo con su cultura? ¿O acaso la herencia europea ha sellado,
definitivamente, la cultura argentina?
Pienso que en este caso es
artificial establecer una distinción entre el hombre y la cultura que de él
emana, pues la misma historicidad del hombre argentino impone una particular
esencia a su cultura. Pero este carácter de “propia” de la cultura argentina se
ha evidenciado más en la cultura popular que en la cultura académica, tal vez
porque un intelectual puede separarse de su destino histórico por un esfuerzo
de abstracción, pero el resto del pueblo, no puede -ni quiere- renunciar a su
historia y a los valores y principios que él mismo ha hecho germinar en su
transcurso.
La cultura académica ha
avanzado por sendas no claras. A la mencionada influencia de las grandes
potencias debemos agregar el aporte poderoso de la herencia cultural europea.
No tiene sentido negar este aporte en la gestación de nuestra cultura, pero
tampoco tiene sentido cristalizarse en él.
La historia grande de
Latinoamérica, de la que formamos parte, exige a los argentinos que vuelvan ya
los ojos a su patria, que dejen de solicitar servilmente la aprobación del
europeo cada vez que se crea una obra de arte o se concibe una teoría. La
prudencia debe guiar a nuestra cultura en este caso; se trata de guardar una
inteligente distancia respecto de los dos extremos peligrosos en lo que se
refiere a la conexión con la cultura europea: caer en un europeísmo libresco o
en un chauvinismo ingenuo que elimina “por decreto” todo lo que venga de Europa
en el terreno cultural.
Creo haber sido claro al
rechazar de plano la primera posibilidad; respecto de la segunda, es necesario
comprender que la cultura europea ha fundado principios y valores de real
resonancia espiritual a través de la ciencia, la filosofía y el arte. No podemos
negar la riqueza de alguno de esos valores frente al materialismo de las
grandes potencias, ni podemos dejar de admitir que, en alguna medida, han
contribuido -en tanto perfile principios universales- a definir nuestros
valores nacionales. Pero es hora de comprender que ha ya pasado el momento de
la síntesis, y debemos -sin cercenar nuestra herencia- consolidar una cultura
nacional firme y proyectada al porvenir. Europa insinúa ya, en su cultura, las
evidencias del crepúsculo de su proyecto histórico. Argentina comienza, por
fin, a transitar el suyo.
La gestación de nuestra
cultura nacional resultará de una herencia tanto europea como específicamente
americana, pues no hay cultura que se constituya desde la nada, pero deberá
tomar centralmente en cuenta los valores que emanan de la historia específica e
irreductible de nuestra patria. Muchos de tales valores se han concretado en la
cultura popular, que como todo lo que proviene de la libre creación del pueblo,
no puede menos de ser verdadera.
Dirigir nuestra mirada a esos
valores intrínsecamente autóctonos, no significa tampoco precipitarnos en un
folklorismo chabacano, que nuestro pueblo no merece, sino lograr una
integración creativa entre la cultura mal llamada “superior” y los principios
más auténticos y profundos de esa inagotable vertiente creativa que es la
cultura de un pueblo en búsqueda de su identidad y su destino.
Para alcanzar con optimismo la
tarea de elaboración de una cultura nacional, es necesario tomar en
consideración tres instrumentos poderosos: los medios de comunicación masivos,
la educación en todos los niveles y la creatividad inmanente del pueblo.
Ya me he referido al mecanismo
de información de carácter masivo y sus riesgos. Me parece obvio insistir en la
necesidad de que estén cada vez más al servicio de la verdad y no de la
explotación comercial, de la formación y no del consumo, de la solidaridad
social y no de la competencia egoísta. No debe olvidarse que la información
nunca es aséptica, lleva consigo una interpretación y una valoración; puede ser
usada como un instrumento para despertar una conciencia moral o para
destruirla.
Unas breves palabras sobre la
educación, que deberá ser objeto de fértiles discusiones por la comunidad
argentina en pleno.
Si bien cada nivel de la educación
presenta problemas específicos, el denominador común que debe enfatizar nuestro
Modelo Argentino es el acceso cada vez mayor del pueblo a la formación
educativa en todos sus grados. El Estado deberá implementar los mecanismos
idóneos al máximo, creando las condiciones para concretar este propósito, que
es una exigencia ineludible para lograr una plena armonía de nuestra comunidad
organizada.
Creo que nadie puede,
razonablemente, poner en duda que nuestro objetivo en el campo de la educación
primaria debe articularse en torno a dos principios: creciente eliminación del
analfabetismo en todas las regiones del país y establecimiento de las bases
elementales de la formación física, psíquica y espiritual del niño. Este
segundo principio implica que ya en la infancia deben sentarse los fundamentos
para la conformación de un ciudadano sano, con firmes convicciones éticas y
morales, y con la íntima intuición de su compromiso integral con el pasado, el
presente y el futuro de la Nación.
Esto debe incrementarse en la
enseñanza media, donde es de una importancia decisiva fortalecer la conciencia
nacional, para lo cual el adolescente está, sin duda, preparado afectiva y
psicológicamente.
En la enseñanza superior debe
cumplirse la última etapa de la formación del hombre como sujeto moral e
intelectual, pero también como ciudadano argentino. Es por eso que en ella
hacen eclosión las carencias o los logros de los niveles previos. En ella
también debe culminar un objetivo que tiene que impregnar todos los niveles de la
enseñanza: la inserción de las instituciones educativas en el seno de la
comunidad organizada.
Repito casi textualmente lo
que afirmé respecto de la familia: no puede concebirse a la universidad como
separada de la comunidad, y es inadmisible que proponga fines ajenos o
contrarios a los que asume la Nación. No puede configurarse como una isla
dentro de la comunidad, como fuente de interminables discusiones librescas.
No necesitamos teorizadores
abstractos que confundan a un paisano argentino con un “mujik”, sino
intelectuales argentinos al servicio de la Reconstrucción y Liberación de su
Patria. Pero por otra parte, el universitario que el país requiere debe tener
una muy sólida formación académica, pues no basta utilizar la palabra
“imperialismo” o “liberación” para instalarse en el nivel de exigencia
intelectual que el camino de consolidación de la Argentina del futuro precisa.
Es por eso que convoco a los
jóvenes universitarios a capacitarse seriamente para sumarse cada vez más a la
lucha por la constitución de una cultura nacional, instrumento fundamental para
completar nuestra definitiva autonomía y grandeza como Nación.
Para ello, deberán estar cerca
del pueblo, que aporta el tercer elemento para la definición de la cultura
nacional: su misteriosa creatividad que lo convierte -además- en testigo
insobornable. Testigo al que hay que escuchar con humildad, antes que intentar
imponerle contenidos que él no reconoce como constitutivos de su ser y
enraizados en la estructura íntima de su extensa patria grávida de futuro.
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