Pese a los embates de una
creciente anarquía de los valores esenciales del hombre y la sociedad que
parece brotar en diversas partes del mundo, la familia seguirá siendo, en la
comunidad nacional por la que debemos luchar, el núcleo primario, la célula
social básica cuya integridad debe ser celosamente resguardada.
Aunque parezca prescindible
refirmarlo, el matrimonio es la única base posible de constitución y
funcionamiento equilibrado y perdurable de la familia.
La indispensable legalidad
conforme a las leyes nacionales no puede convertirse en requisito único de
armonía. Es preciso que nuestros hombres y mujeres comprendan la constitución
del matrimonio con una insobornable autenticidad, que consiste en comprenderlo
no como un mero contrato jurídico, sino como una unión de carácter
trascendente.
Si esto es así, nuestros
ciudadanos no deben asumir la responsabilidad del matrimonio si no intuyen en
profundidad su carácter de misión.
Misión que no sólo consiste en
prolongar la vida en esta tierra, sino en proyectarse hacia la comunidad en
cuyo seno se desenvuelve. Esto implica comprender que, como toda misión
radicalmente verdadera, supera incesantemente el ámbito individual para
insertar a la familia argentina en una dimensión social y espiritual que deberá
justificarla ante la historia de nuestra patria.
Tomando en cuenta estos
aspectos, es conveniente reafirmar la naturaleza de los vínculos que deben unir
a los miembros de la familia.
La unidad de ideales
profundiza el matrimonio, le confiere dignidad ética, contribuye a robustecer
en el hombre y en la mujer la forma de conciencia de la gravedad de su misión,
de su nítida responsabilidad tanto individual como social, histórica y
espiritual.
No cabe duda que no siempre
existe la posibilidad de comprender espontáneamente lo que he caracterizado
como misión. No es posible prescindir, por lo tanto, de un adecuado proceso
formativo que debe definirse crecientemente, y cuya finalidad consiste no sólo
en sentar las bases para una unión duradera, sino en gestar en la pareja la
comprensión radical del sentido último del matrimonio. Este sentido, entendido
como misión, se concreta, ya lo he dicho, en una radical dimensión espiritual y
en su verdadera resonancia histórico-social.
Para que la familia argentina
desempeñe el rol social necesario, sus integrantes deberán tener en cuenta
algunos principios elementales en sus
relaciones. Así, estimo que el
vínculo entre padres e hijos debe regirse sobre la base de la patria potestad,
no entendida como un símbolo de dominio, sino como un principio de orientación
fundado en el amor.
El niño necesita de la
protección paterna para ayudarlo a identificar su función social y para ello es
lógico que los padres deben usar la gravitación natural que tienen sobre sus
hijos.
Por ese camino contribuirán a
consolidar la escala de valores que asegurará para el futuro que de ese niño
surja el ciudadano que necesita nuestra comunidad, en lugar de un sujeto
indiferente y ajeno a los problemas de su país.
Es la solidaridad interna del
grupo familiar la que enseña al niño que amar es dar, siendo ése el punto de
partida para que el ciudadano aprenda a dar de sí todo lo que le sea posible en
bien de la comunidad.
En esto, la mujer argentina
tiene reservado un papel fundamental. Es ella, con su enorme cantidad de
afecto, la que debe continuar asumiendo la enorme responsabilidad de ser el
centro anímico de la familia.
Independientemente de ello,
nuestra aspiración permanente será que en la sociedad argentina cada familia
tenga derecho a una vida digna, que le asegure todas las prestaciones vitales.
Entonces habrá que fijar el nivel mínimo de esas prestaciones, para que ninguna
familia se encuentre por debajo de él en la democracia social que deseamos.
El Estado tiene la obligación
especial de adoptar medidas decisivas de protección de la familia y no puede
eludir ese mandato bajo ningún concepto. Olvidar esa exigencia llevaría a la
comunidad a sembrar dentro de ella las semillas que habrán de destruirla.
No olvidemos que la familia
es, en última instancia, el tránsito espiritual imprescindible entre lo
individual y lo comunitario. Una doble permeabilidad se verifica entre familia
y comunidad nacional; por una parte, ésta inserta sus valores e ideales en el
seno familiar; por otra, la familia difunde en la comunidad una corriente de
amor que es el fundamento imprescindible de la justicia social.
Quiero realizar, en fin, una
invocación sincera a la familia argentina.
Asistimos, en nuestro tiempo,
a un desolador proceso: la disolución progresiva de los lazos espirituales
entre los hombres. Este catastrófico fenómeno debe su propulsión a la ideología
egoísta e individualista, según la cual toda realización es posible sólo como
desarrollo interno de una personalidad clausurada y enfrentada con otras en la
lucha por el poder y el placer.
Quienes así piensan solo han
logrado aislar al hombre del hombre, a la familia de la Nación, a la Nación del
mundo. Han puesto a unos contra otros en la competencia ambiciosa y la guerra
absurda.
Todo este proceso se funda en
una falacia: la de creer que es posible la realización individual fuera del
ámbito de la realización común.
Nosotros, los argentinos,
debemos comprender que todo miembro - particular o grupal - de la sociedad que
deseamos, logrará la consecución de sus aspiraciones en la medida en que
alcancen también su plena realización las posibilidades del conjunto.
No puede concebirse a la
familia como un núcleo desgajado de la comunidad, con fines ajenos y hasta
contrarios a los que asume la Nación. Ello conduce a la atomización de un
pueblo y al debilitamiento de sus energías espirituales que lo convierten en fácil
presa de quienes lo amenazan con el sometimiento y la humillación.
A la luz de lo expuesto acerca
de la familia, nuestra sociedad sólo puede definirse como organizada.
Sabemos, por lo tanto, que la
integración del hombre en esa sociedad presupone y concreta esa básica armonía
que es principio rector en nuestra doctrina.
Será, además, eminentemente
nacional y cristiana, tomando plena conciencia de que su dimensión nacional no
sólo no es incompatible con una proyección universalista, sino que constituye
un insoslayable requisito previo.
La sociedad que deseamos debe
ser celosa de su propia dignidad, y esto sólo es posible si está dotada de una
poderosa resonancia ética.
El grado ético alcanzado en la
sociedad imprime el rumbo del progreso del pueblo, crea el orden y asegura el
uso feliz de la libertad. La diferencia que media entre extraer provechosos
resultados de una victoria social o anular en el desorden, depende de la
profundidad del fundamento moral.
La armonía y la organización
de nuestra comunidad no conspirará contra su carácter dinámico y creativo.
Organización no es sinónimo de
cristalización. La sociedad que nuestro Modelo define no será en modo alguno
estática. Debe movilizarse a través de un proceso permanente y creativo que
implique que la versión definitiva de ese Modelo sólo puede ser conformado por
el cuerpo social en su conjunto.
La autonomía y madurez de
nuestra sociedad deberá evidenciarse, en este caso, en su vocación de
autorregulación y actualización constante. Y no me cabe duda de que los
argentinos hemos ya iniciado el camino hacia la madurez social, pues tratamos
de definir coincidencias básicas, sin las cuales se diluiría la posibilidad de
actualizar nuestra comunidad.
Estas coincidencias sociales
básicas no excluyen la discusión o aún el conflicto. Pero si partimos de una
base común la discusión se encauza por el camino de la razón y no de la
agresión disolvente.
Nuestra sociedad excluye
terminantemente la posibilidad de fijar o repetir el pasado, pero debe guardar
una relación compresiva y constructiva con su tradición histórica, en la medida
en que ella encarna valores de vigencia
permanente emanados del proceso creativo de un pueblo que desde tiempo
atrás persigue denodadamente su identidad.
Es evidente que, en definitiva,
los valores y principios que permanecerán como representativos de nuestro
pueblo serán asumidos por la sociedad toda o por una mayoría significativa,
relevante y estable, a través de las instituciones republicanas y democráticas
que según nuestros principios constitucionales rigen y controlan
Es evidente que, en
definitiva, los valores y principios que permanecerán como representativos de
nuestro pueblo serán asumidos por la sociedad toda o por una mayoría
significativa, relevante y estable, a través de las instituciones republicanas
y democráticas que según nuestros principios constitucionales rigen y controlan
la actividad social.
Por último, la libertad y la
igualdad, expresadas en nuestras Carta Magna, conservarán plenamente su
carácter de mandato inapelable y de incesante fuente de reflexión serena para
todos los argentinos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario