La elevación permanente y
sostenida del nivel de ingresos y su distribución con criterio de justicia
social es, y así debiera reconocerse unánimemente, la finalidad de todo proceso
de desarrollo.
Poco nos dirán los impactantes
índices de crecimiento global, si no vienen acompañados de una más equitativa
distribución personal y funcional de los ingresos, que termine definitivamente
con su concentración en reducidos núcleos o elites que han sido las causas de
costosos conflictos sociales.
Debemos crear el país del
futuro para las generaciones venideras, pero partiendo de la base de que las
presentes deben participar plenamente en su configuración.
Sería socialmente injusto que
con el objeto de acelerar el desarrollo se afectasen ostensiblemente las
posibilidades de realización de quienes precisamente lo generan. Por otra
parte, es estrictamente inaceptable que ese desarrollo se materialice a
expensas de los más necesitados.
El costo debe ser repartido
proporcionalmente, de acuerdo con las posibilidades de cada uno.
Cuando se habla de
distribución funcional, suele predicarse que para favorecer el proceso de
crecimiento económico es conveniente remunerar en una mayor proporción al
factor capital y empresarial en detrimento del trabajo. Aún cuando ésto
técnicamente pudiera tener visos de realidad, es socialmente injusto y por lo
tanto debe desecharse de nuestra doctrina nacional.
Por el contrario, es condición
necesaria estimular sostenidamente a este último factor que precisamente está
integrado por los estratos más bajos de la escala social y para ello debe
intensificarse el uso de los diferentes mecanismos que incrementen el ingreso
real, tarea en la cual el Estado tiene una responsabilidad impostergable.
La solución del déficit
habitacional; la ampliación y difusión de los servicios que hacen a las
necesidades primarias, a la educación y al esparcimiento; los subsidios a la
familia numerosa y a las clases pasivas son meros ejemplos de lo que el Estado
debe concretar en forma amplia y eficiente, o sea cuantitativa y
cualitativamente en relación con la necesidad.
La inflación, cualquiera sea
su origen, tanto como el control de la oferta y por ende de los precios, por
parte de estructuras con poder monopólico, en todos los casos terminan con una
distorsión del ingreso y generan una distribución regresiva del mismo.
Es aquí también donde el
Estado debe estar presente y para ello no bastará atacar los efectos, sino las
causas que los originan. En este quehacer deberá actuar con el máximo poder que
le confieren sus facultades.
No es suficiente que exista
además de una adecuada tasa global de crecimiento, una buena distribución
personal y funcional, si regionalmente existen notorios desniveles.
La sociedad argentina esta
integrada por el hombre de la ciudad y del campo; de las grandes urbes y de los
pequeños conglomerados, aún de aquellos ubicados en la zona fronteriza. Todos
deben participar en el esfuerzo, pero todos deben, también, gozar de los
beneficios.
La distribución regional de
los ingresos debe ser también motivo de especial preocupación no sólo del
Estado, sino de toda la comunidad. Los gobiernos provinciales, en pleno uso de
las facultades que otorga un
sistema federal, deben poner
todo de sí y crear conciencia popular de solidaridad para ayudar a las áreas
sumergidas.
Mientras exista una sola
familia cuyo ingreso esté sólo en un mero nivel de subsistencia o, peor aún,
por debajo de éste, no habremos logrado en modo alguno un nivel económico con
justicia social.
Con respecto al capital
extranjero, sería utópico pretender que no reciba una participación por su
aporte en el quehacer nacional.
No es esto lo que realmente
importa, sino las fuentes que dan lugar a tales ingresos. Es por ello que la
comunidad en general y el Estado en particular deben definirlas con claridad.
Existen empresas y
organizaciones internacionales que aún hoy persisten en manejarse con pautas de
explotación y especulación, sin darse cuenta de que los países del presente,
por pequeños que sean, han aprendido la lección y van ejerciendo cada día con
mayor vigor la defensa de sus propios intereses.
Nuestra patria ha avanzado en
tal sentido, pero es necesario lograr aún mayores progresos. No podemos olvidar
que somos los únicos responsables de los éxitos o fracasos que el país
experimenta.
Cabe aquí recordar,
nuevamente, lo expresado en materia de capacitación de nuestros hombres
públicos, funcionarios y aún empresarios. Sólo una firme formación moral y una
elevada idoneidad técnica, permitirán seleccionar adecuadamente las fuentes que
dejan un beneficio real para el país.
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