El mundo vive un período de
extraordinaria evolución en los ámbitos científico-tecnológico y filosófico, lo
que origina cambios trascendentales, muchos de los cuales ocurren a lo largo de
la vida de un solo hombre.
La figura del intelectual
constituye un verdadero seguro contra la incertidumbre y la vacilación.
El futuro debe edificarse
sobre bases tanto filosóficas como eminentemente prácticas. Por ello, el
intelectual debe remitirse a interpretar el cambio y a visualizarlo con
suficiente anticipación; a poner en juego la inteligencia junto con la
erudición, la ciencia social junto con la ciencia física, el mundo de las ideas
junto con el de la materia y el del espíritu y la idea junto con la creación
concreta.
Se hace necesaria la presencia
activa del intelectual en todas las manifestaciones de la vida. Pasó la época
en que podía admitirse la carencia o evasión de talentos.
Cuando rige una sociedad
competitiva, que se mueve económicamente en función del beneficio y que no
valoriza el costo social de su forma de ser, la necesidad de la intelectualidad
se remite básicamente a los procesos de producción y a las exigencias del
mercado.
Los intelectuales de las
ciencias sociales quedan allí al ser evaluadores de un cambio social, de cuyo
proyecto no participan y resultan idealistas, trabajadores conceptuales de
alto nivel, pero no activistas del
cambio.
Cuando, por el contrario, se
quiere construir una democracia social en la cual se produce según las
necesidades del hombre, se valoriza al hombre en función social como el fin de
la tarea de la sociedad, se asume la necesidad de trabajar con programación y
con participación auténtica, y se toma la responsabilidad de formalizar un
Proyecto Nacional y de concebir la sociedad del futuro y trabajar para ella en
un proceso, la dimensión de la tarea intelectual que ese proceso requiere se
hace realmente muy grande.
Para identificar en nuestro
medio el papel de los intelectuales baste recordar que el Proyecto Nacional a
que aspiramos tiene valor no sólo conceptual sino práctico, y resulta de una
tarea interdisciplinaria. Para ello debe tenerse en cuenta especialmente lo que
los intelectuales conciben, lo que el país quiere y lo que resulta posible
realizar.
Su tarea de aporte a la
reconstrucción de la argentinidad está así claramente definida. La forma de
enfrentarla está también precisada por el hecho de que la labor debe ser
realizada de todos los elementos que representan a nuestra comunidad.
Toca a la intelectualidad
argentina organizarse para asumir su papel. El intelectual argentino debe
participar en el proceso cualquiera sea el país en que se encuentre.
No han de bastar para ello las
declaraciones ampulosas.
El sistema liberal ha formado
intelectuales para frustrarlos. Les ha negado participación y ha creado las
condiciones para que no exista reconocimiento social ni reconocimiento
económico a su labor.
La distorsión de la escala de
valores ha sido tan absurda, que el intelectual argentino ha terminado siendo
un extraño en su propia tierra.
La comunidad que deseamos
consolidar tiene que desarrollar un conocimiento social adecuado a la labor del
intelectual auténtico y adoptar previsiones que preserven siempre este estado
de cosas. Se trata no sólo del reconocimiento económico, sino particularmente
de su valorización social y política. Se trata también de su participación y de
establecer medios de evaluación del intelectual auténtico.
Queremos, por lo tanto, una
sociedad en la que el hombre valga por sus conocimientos y sus condiciones
morales, y no por sus diplomas y sus vinculaciones sociales.
Esto exige un adecuado régimen
universitario y la vigencia constitucional de los derechos del intelectual.
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